Un sorprendente film autoconstruido desafía y supera propósitos de sus autores

Arauco Hernández Holz > PRIMER VIOLIN

Por A. Sanjurjo Toucon

Ojos de madera. Uruguay 2017, coproducida con Argentina y Venezuela

Dirección y guión: Roberto Suárez  y Germán Tejería. Fotografía: Arauco Hernández Holz. Montaje: Guillermo Casanova. Dir. artística: Francisco Garai y Paula Villalba. Vestuario: Pala Villalba. Con: Pedro Cruz, Florencia Zabaleta, César Troncoso, Soledad  Pelayo, Juan Sánchez, Gloria Demassi, Susana Castro, Nelly Pacheco, Elena Zuasti, Elsie Mildwurf.

Esta subyugante película ha sido definida por sus responsables como “un cuento de terror infantil  para adultos”. Y no lo es. De la misma procedencia es una gacetilla detallando minuciosamente una anécdota que puede estar potencialmente en  las imágenes, y de la que subsiste solamente un brumoso relato en torno a: niño aparentemente adoptado por joven matrimonio sin hijos, una maternidad abortada, lecturas nocturnas de Pinocho junto a la cama del chico y una corte de estrambóticos personajes indeterminados.

En rigor, podría decirse que es una realización  que no  pudo contar su  anécdota, carencia que convierte al relato en un film absolutamente surrealista, con escasos significados comprensibles, lo cual no es un defecto; y que lo diga Don Luis cuya impronta es dominante. Los deseos de los autores fueron sobrepasados por su creación.

A los directores-guionistas puede atribuirse el haber fijado líneas, porque, como respondiera un director de cine a quien inquiriera sobre cuál era su cometido, respondió: dirigir. Dirigir del mismo modo que el director de orquesta lo hace con sus músicos.  Aquí hay un primer violín, ese magistral dominador de la luz que  es Arauco Hernández Holz, creando atmósferas enrarecidas con sus imágenes contrastadas, angulaciones efectistas y deformaciones de gran angular, suficientes para traer personajes escapados de “El bebé de Rosemary” de Polanski, y otros  y otras, monstruos o  quizás no tanto, de un desfile del circo felliniano.

Curiosamente, una historia originalmente concebida como tal, se diluyó  y crecen las situaciones laterales: la virgen que cae (ha perdido el apoyo de Dios) y su cuerpo queda destrozado (violado) rescata con subrepticio humor negro el anticlericalismo de Buñuel. Mientras que la procesión, de Rímini, de Calanda o de ese Montevideo irreconocible recreado por  Hernández (como  ya lo hiciera junto a Thomas Mauch en la fallida “Los enemigos del dolor”) convoca otros fantasmas buñuelescos.

Este es cine hecho por gente de  teatro. Y el teatro está allí. En unas escenografías, espléndidas, donde todo armoniza delatando su condición de “cosa” armada, al servicio de la impecable fotografía.

El montaje de Guillermo Casanova hilvana lo imposible.

Correspondería hablar de las actuaciones (ver ficha). Son mínimas, el film juega con máscaras y los realizadores juegan con quienes las llevan, colocando en pequeños papeles a figuras consagradas. Con un guiño para la presencia musical de Nelly Pacheco.

No es la película que se anuncia, esa no existe, esta otra es formidable.


Victoria y Abdul (Victoria  and Abdul). Reino Unido / EE.UU. 2017

Dir.: Stephen  Frears. Con: Judi Dench,  Ali Faza, Tim Pigott-Smith.

Es sabido, o al menos aceptado, que la Reina Victoria del Reino Unido (1819-1901), casada con el Príncipe Alberto, tuvo, pocos años después del fallecimiento de este,   una relación sentimental (y probablemente carnal) con John Brown (1826-1883), su palafrenero escocés. La historia ocupó su lugar en revistas de páginas satinadas y varios best-sellers, y dio lugar a una aguda versión cinematográfica (Su Majestad la Sra. Brown; Gran Bretaña 1997, dir.: John Madden) con una estupenda Judi Dench  interpretando a la monarca.

En 2011, la periodista india Shrabani Basu, dice haber hallado en Inglaterra (donde vive, como buena parte de sus connacionales luego de la Independencia),  pruebas de la estrecha relación entre  una octogenaria Victoria y un sirviente indio varias décadas menor. Entendimiento entre ambos al que se  otorgan matices que van de un vínculo hijo-madre a otro más ardiente, libre de perfiles incestuosos.

Los  principales documentos  que avalarían tal relación, habrían sido quemados, según el relato de Basu. Ingenioso recurso para  validar algo que pudo haber existido pero ya no existe. Toda recreación de  la vida de personajes célebres implica la introducción de diálogos y situaciones supuestas, algo que la autora eleva a la enésima potencia.

Prescindamos  de ese legítimo margen de duda y admitamos  la ficción  ofrecida, del mismo modo que el cine lo hiciera para lucimiento de  Greta Garbo (Reina Cristina), Marlon Brando (Viva Zapata), Paul Muni (Benito Juárez, Emile Zola, Louis Pasteur, etc.).

Desde que Enrique VIII quedara viudo por propia voluntad (causando un revuelo que iba a tener consecuencias aún hoy palpables), las familias que  ostentaron las coronas del Reino Unido (otrora Imperio Británico), proporcionaron material suficiente para abastecer los multimedia, con sus vidas  privadas que supieron ser bastante públicas. En el siglo XX la abdicación de quien no llegó a ser Eduardo VIII (simpatizante del nazismo en  un momento), casado con una divorciada, Wallis Simpson, dio lugar a variedad de enfoques del asunto en cine y  TV. El prohibido romance de la Princesa Margarita con un divorciado y  plebeyo Peter Townsend, dio lugar a uno de los traspiés de William Wyler: “La princesa que quería vivir”. El Príncipe Carlos, su amante y luego esposa Camilla, y la detallada trayectoria de Lady Di, hicieron las delicias de  las revistas chismográficas y  sus consumidores arribando también a la pantalla.  Y la Reina Victoria, amén de ser representada de modo más  o menos fugaz en infinitos films, tuvo “su  película”, la antes citada “Su Majestad la Sra. Brown”, que desde como inventario de los amores morganáticos de Victoria, tiene su secuela en “Victoria & Abdul”.

Aceptando como cierta la relación, el film naufraga estrepitosamente en cuanto a diseño de caracteres. Los familiares, políticos y militares que rodean a Victoria, en definitiva quienes sustentan su poder, son convertidos en marionetas escapadas de  una zarzuela.  En tanto Victoria, octogenaria  y muy          probablemente senil, se transforma en una “joven” rebelde, astuta, poderosa aun cuando carece totalmente de apoyo, anti-imperialista, defensora del Islam, acerada crítica de la política que mediante engaños la obligara a sojuzgar a algunos pueblos. Verdadera líder del “antiestablishment”, digna heredera de Romy Schneider como una envejecida Sissi.

Ni Victoria, a la que no conocimos, ni Judi Dench, formidable actriz que  ya fuera una creíble Victoria, se merecían este mamarrachesco film. Al actor indio Ali Fazal (1986), convertido en asesor imperial, debió indicársele que tomar como modelo a Peter Sellers en “La fiesta inolvidable” no era una idea feliz.

Judi Dench, a sus 81 años, reproduce de modo estremecedor a una criatura senil.

Aunque no se nota, el  realizador es Stephen Frears, un ácido cronista de la vida de indios en Gran  Bretaña (Mi bella lavandería, 1985, entre otras). La reina Isabel II, actual monarca de inmutable  presencia, fue protagonista de un anterior film de Frears, “La reina”, acerca de las conversaciones entre esta y  Tony Blair, respecto a las exequias de Lady Di.

God save the film.


El hijo de Jean (Le fils de Jean). Canadá / Francia 2017

Dir.: Philippe  Lloret. Con: Pierre Deladonchamps, Gabriel Arcand, Catherine de Léan, Marie-Thérèse Fortin.

Con escasos diálogos dispersos en pocas escenas, “El hijo de Jean” se abre, confusamente,  en variados enfoques de una misma historia.

Un  parisino, treintañero, en amistosa relación con    su ex esposa,  recibe un extraño llamado desde Canadá, anunciándole la muerte de su padre a quien no conocía. Su madre, a los catorce años, le había revelado ser  fruto de una aventura de una noche con  un desconocido.

El hombre viajará,  antes del sepelio, para conocer a sus medio hermanos, que nada saben de su existencia.

La búsqueda de un cadáver –que  pudo apuntar un sesgo policial que no cuaja- se superpone a revelaciones de secretos familiares, surgidos de modo abrupto y sin mayores explicaciones, generando desconcierto y confusión al espectador.

Si anecdóticamente el guión ofrece sus grandes baches, es la creación de  personajes,     protagonistas de un folletín familiar, la que logra cierto interés. Mérito también de un elenco que se adapta a ese juego de ambigüedades y sobreentendidos de borrosa significación y   presencia, a los que se adosan discursetes en torno a la vida, la muerte y  el arrepentimiento.