Comedia genial, atractiva y risueña, envuelve una de las creaciones más reflexivas de Woody Allen

A los 80 > NUEVAMENTE EN LA CIMA

Por A. Sanjurjo Toucon

Café Society. EE.UU. 2016

>> Dir. y guión: Woody Allen. Fotografía: Vittorio Storaro. Con: Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Steve Carell.

La genialidad de Woody Allen no admite dudas, y si alguien las tenía, “Café Society” que el diminuto neoyorkino realiza a sus ochenta años, no hace sino ratificar ese sitial privilegiado  que le corresponde entre los dramaturgos y humoristas.

A primera vista “Café Society” se presenta como una más de las comedias livianas que conviven con las obras mayores de Woody Allen. Hurgar bajo esa atractiva y risueña envoltura descubre otra de las grandes y reflexivas películas de Allen.

Sin ser una recreación antológica de su filmografía previa, todo el cine de Woody Allen se condensa en “Café Society”, del mismo modo que sin tratarse de una autobiografía, esta historia rebosa de elementos autobiográficos. El joven neoyorkino del Bronx (Jesse Eisenberg), en los años 30, abandona ciudad y hogar de sus progenitores buscando su porvenir en un Hollywood rutilante, donde su tío es importante agente y productor. Aunque Allen nació en esos años treinta, el desfasaje cronológico no impide que, en cierto modo, ese joven, deslumbrado ante el universo de celebridades de la pantalla al que se aproxima, sea un “alter ego” de Allen;  inserto en una sociedad frívola y sofisticada a la que acabará integrándose. Situación que reproduce aspectos de Allen respecto de su vínculo con el cine; recuérdese que en su relación con Mía Farrow, señalaba a ésta que aquello que había sido su ámbito natural, para él significaba  penetrar en un mundo del cine al que conocía solamente a través de las  películas. No obstante, el joven que llega a Hollywood se ha desprendido de dudas y temores propios de los personajes que interpretara Allen, actuando con la certeza –quizás por ingenuidad- de su triunfo futuro. Así el protagonista de “Café Society” -interpretado por un Jesse Eisenberg que no alcanza los matices del Woody Allen actor- es, parcialmente  ese “alter ego” en que el cineasta convierte a personajes que por diversos motivos –etarios especialmente- no puede abordar.

La referencia a lo judío, y su pertenencia a esa colectividad emerge con el tradicional espíritu crítico de Allen, donde sus cuestionamientos son parte de dudas existenciales más profundas, sublimadas hasta lograr angustias de corte bergmaniano expresadas mediante el humor. Esa familia judía es a su vez un compendio de la sociedad norteamericana y del reflejo de esta a través del cine; como lo hiciera en “Días de radio” entre otras. El microcosmos familiar se expande en un muestrario que incluye los elementos gangsteriles, las gentes humildes y resignadas, solazándose con los logros de  sus familiares más encumbrados, los intelectuales norteamericanos comunistas de la década del 30, propios de unos EE.UU. que tras la gran Depresión se abre al liberalismo rooseveltiano. Seres que sin manifestación expresa en el film, se yerguen en símbolos de una época. Enorme mérito el de ese Woody Allen que dibuja  una sociedad con los pequeños hechos cotidianos. Pero este entramado es tan solo un elemento más, intangible y sugerente, tan logrado en su “reconstrucción” histórica como la estupenda fotografía de Vittorio Storaro que con una deformación arbitraria del color (enfatizando en los sepias del  periplo hollywoodiano del film) inventa el cromatismo de un convincente y nostálgico tiempo pasado. Allen, una vez más, no hace una reproducción del  pasado,  sino que lo reedita desde su perspectiva nostálgica. Un algo del clásico “todo  tiempo pasado fue mejor” envuelve al film y sus criaturas. El pasado son los amores que no fueron, en un film  que también es una sólida, tierna y a la vez dramática indagatoria sobre la volatilidad de los vínculos sentimentales y, por extensión, de la propia existencia.

Tan medulares propósitos están envueltos  por el chisporroteo de los diálogos allenianos, y su aproximación a lo trascendente llega a  través del humorismo con que se recubren instancias cruciales. Lo macro de la existencia conformado por la unión de las pequeñas partículas que hacen de “Café Society” un film sin par. Divertido, ágil, con un ensamblaje perfecto de las pequeñas historias existentes en torno a ese hombre (y sus mujeres), corriendo tras la felicidad; inalcanzable  y utópica según nos propone alegremente ese hombre que a los ochenta años, condensa su cine y su propia persona (no tanto en lo anecdótico sino en lo filosófico) en otra obra maestra.

Si Hollywood y el mundo del espectáculo han sido una bienvenida recurrencia de la obra fílmica de Allen, Nueva York es la fascinante ciudad a la que ese cineasta  rinde tributo, aún cuando se trate de historias  ubicadas fuera de la Gran Manzana. Una elocuente e impactante toma de uno de  los puentes neoyorkinos (el de Brooklyn si no nos equivocamos, convocando de un plumazo fotográfico a la anterior “Manhattan”) marca el tramo neoyorkino y triunfal de un protagonista sometido a los vaivenes del amor (que carecen de explicación, según alguien manifiesta en una rueda). El otro instante donde la gigantesca urbe brinda ocasional refugio a quienes anhelan recuperar el pasado, se halla en la secuencia desarrollada en un puente en Central Park, maravillosamente fotografiada, con  luces de la madrugada, tiñéndolo todo con la claridad que precede al sol, fugaz y mutable al igual que la frágil relación sentimental que ocupa la escena.

Quizás la velocidad de la imagen y el pequeño espacio ocupado en un plano lejano y secundario por algunos edificios nos induzcan a error; pero en la escena del puente en Central Park, mientras la atención del espectador se concentra en la pareja ubicada en  primer plano, al fondo se ven total o parcialmente varios edificios: el clásico Dakota (habitáculo de celebridades, entre ellas John Lennon, Judy Garland y Laureen Bacall), otro muy espigado, probablemente el “Empire State”, y dos enormes construcciones con forma de prisma que pudieron ser una anacrónica presencia de las entonces y hoy inexistentes Torres Gemelas del WTC. Un posible anacronismo para materializar su homenaje a la amada ciudad.  Si no es así, agreguémosle al film su potencial para inducir al espectador a trasponer cuanto emerge en primera línea.

Al comienzo de esta nota señalábamos la inserción de toques de la vida privada del realizador, algunos subrepticiamente presentes, y otros como si el autor se solazara en incluirnos. Tal lo acontecido con ese  pequeño restaurante con diminuto escenario donde suena legítimo jazz; seguramente un tributo a “Elaine’s” el restaurante donde una noche a la semana, Woody Allen concurría a tocar el clarinete. Hábito que no abandonó siquiera en la noche donde se sabía le entregarían un “Oscar”. Refulgente estatuilla dorada, símbolo de un cine que Allen consumió, evoca con nostalgia, y colocó bajo su agudeza cuestionadora.

Podría decirse que a modo de un Hitchcock sonoro, estampando casi anónimamente su sello, o como Orson Welles recitando los créditos de “Soberbia”, Woody Allen,  al margen de ser director y guionista del film, deseó ser  decidido partícipe de la historia. Lo logra penamente: es  el dueño de la voz en “off” que sin que conste en los créditos narra parte del relato.

Jesse Eisenberg, sin desentonar, deja la sensación de no dar  a su personaje cuanto reclama el guión, mientras que son las mujeres que giran en torno suyo, actrices impecables, las que se llevan las  palmas.

La impresionante banda sonora, funcional, rebosante de temas nostálgicos, con abundancia jazzística por supuesto, es atractivo con valores propios.

Días atrás, en Montevideo, algunos fanáticos del cine lamentaban la  inexistencia, en la  producción cotidiana, de figuras de enjundia, como lo fueran John Ford, Fellini, Kurosawa, Hitchcock, Visconti, Truffaut, etc. La excepción a esas ausencias, se llama Woody Allen, y ya tiene 80 geniales años.