Por Miguel Pastorino (*) | @MiguelPastorino
Se ha puesto de moda el debate sobre la batalla cultural, donde unos y otros creen saber cómo piensan los demás y donde hay que elegir en qué bloque se posiciona cada uno de nosotros, como si nadie pudiera pensar fuera de los partidismos y sectas ideológicas con las que obligatoriamente hay que identificarse.
Todas las partes culpan a los demás de polarizar la sociedad, de mentir, de construir una ficción ideológica, etc. No dudo de que existan mentiras, ficciones ideológicas para legitimar determinadas opciones políticas, económicas y socioculturales. Pero creo que el problema más grave no está en estos debates, sino en la debacle cultural que viven nuestras sociedades y de la cual o salimos todos juntos, conviviendo con las saludables diferencias, o seguiremos amplificando el deterioro intelectual y moral que aqueja a todos los sectores donde deberíamos esperar más racionalidad, reflexión, madurez y responsabilidad. La superficialidad y la simplicidad con la que se abordan los temas es espeluznante.
La educación no puede ser pensada como un pragmático itinerario de formación técnico-profesional y la política no debería parecerse tanto a un show para captar la atención de espectadores, por pensar en dos lamentables ejemplos de deterioro y pérdida de rumbo.
Puede parecer una mirada pesimista, pero no soy determinista, no creo que todo vaya a ir mal indefectiblemente. Pero creo que, si no se toma real conciencia de los problemas más graves de nuestro tiempo, podemos entretenernos con temas superfluos que van distrayendo a la opinión pública y perdemos la oportunidad de hacer mejor las cosas. Se necesitan espacios desinfectados de política partidaria, espacios donde haya ideas que estén por encima de las sectas emotivas identitarias.
Sería imposible hacer una lista de los graves problemas que los analistas sociales y filósofos contemporáneos presentan como relevantes, pero voy a mencionar algunos de los que más se reiteran en los diagnósticos.
- Una sociedad marcada por la obsesión con la aceleración, la innovación y el crecimiento constante, con miedo a detenerse y a reflexionar demasiado. Esto nos hace más superficiales y menos capaces de reparar y prevenir, porque no hay tiempo para pensar demasiado. Vamos pasando de un tema a otro, en pocos minutos, como viendo videos de Tik Tok y ya nada es demasiado relevante para durar. La política al ritmo de las redes sociales no puede pensar responsablemente a largo plazo.
- La fractura de la memoria individual y colectiva. La ruptura con todas las tradiciones, el olvido de las raíces, el profundo desconocimiento de la historia y la obsesión con la novedad, crean personas cada vez más desconectadas entre sí. Una sociedad que corta y olvida sus raíces pierde sus relatos de sentido, su orientación y significado. La socialización de las nuevas generaciones no las conecta con sus raíces, sino con un caudal de información fugaz y atomizada. No solo hay un desprestigio de la historia, de la tradición y de las raíces culturales, sino que se vive de la novedad y de lo efímero, perdiendo la conexión con una cultura común, y por lo tanto, con mínimos valores compartidos.
Cuando se confunde “deconstrucción” con demolición y renuncia al propio suelo, se queda uno flotando en la nada, a merced de cualquier viento y sin orientación. No es casual que el gran drama de nuestro tiempo sea la falta de sentido de la vida y el resurgir de manifestaciones fundamentalistas e identitarias que buscan compensar esa pérdida.
- El imperio del subjetivismo. Actualmente es el propio “yo” la fuente única y válida de la verdad. La subjetividad se ha convertido en el prisma prioritario para verlo todo. La lógica interna de cada uno se vuelve la única forma válida de pensar y se abre una brecha con los otros y disminuye la confianza y la vida en común. Esto ha provocado formas crecientes de aislamiento social y de negacionismo anticientífico. Las personas pueden decir: “Esta es mi realidad, como yo la siento” y ya no hay más nada que discutir, aunque la evidencia contradiga lo que se cree. La nueva superstición cultural emotivista ha llegado a negar la biología o hechos históricos, como si fueran simples opiniones. El individualismo exacerbado lo piensa todo de modo autorreferencial, como si todo tuviera que ver con uno mismo y no hubiera nada real fuera de lo que uno se representa en su mente.
- Pragmatismo y relativismo. No importa la verdad, sino la utilidad. La crisis de la verdad conlleva una actitud relativista donde todo da igual, porque nada es más verdadero y todas las opiniones se toman como igualmente válidas. A su vez, el foco está puesto en los resultados, en la utilidad práctica, dejando en la sombra la pregunta por la verdad, por el sentido y por el bien.
- Radical proceso de individuación y absolutización de la libertad por encima de cualquier valor. Cuando la identidad no es algo recibido, dado, sino autoeditado, construido desde la soledad y a la intemperie cultural, todos están solos. Así todo lo que está fuera de cada uno es algo útil o inútil, meramente instrumental. Se gana en bienestar, pero se pierde el abrigo comunitario, desaparecen los otros y se padece de soledad crónica. La libertad individual sin límites como valor absoluto hace que las cosas valgan porque son elegidas. Es decir, las cosas ya no valen por sí mismas y por eso las elegimos, sino que el valor se lo da que hayan sido elegidas, aunque sean opciones autodestructivas.
- Una nueva minoría de edad. El sedentarismo cognitivo nos hace retroceder, renunciando a pensar por nosotros mismos. La Inteligencia Artificial Generativa ha potenciado la pereza para pensar, ya que se promueve una cultura del atajo mental, del mínimo esfuerzo intelectual. Se pierde progresivamente la capacidad para pensar críticamente, para conectar ideas, desarrollarlas y resolver problemas. Si bien la IA puede usarse colaborativamente para pensar mejor, el uso masivo sin preparación potencia la pereza intelectual.
Una cultura donde prolifera el entretenimiento sin contenido, donde se fomenta la pereza para pensar, la superstición y el pensamiento mágico, donde la ansiedad por pasar de un tema a otro lleva a una constante superficialidad en la mirada sobre la realidad, hace cada vez más difícil reflexionar con seriedad y responsabilidad para jerarquizar mejor los problemas y la agenda pública.
Estos son solo algunos síntomas de la crisis cultural que atravesamos, y pensar en ello nos puede ayudar a indagar mejor en las causas para pensar con responsabilidad cómo construir una sociedad más lúcida, más crítica, más justa y solidaria. No hay recetas, pero seguro que la inercia de seguir “tendencias” no es la opción más lúcida, ni la más responsable.
(*) Doctor en Filosofía. Master en Bioética y magíster en Dirección de Comunicación. Profesor en la Universidad Católica del Uruguay.