La rutina y el amor colisionan en una obra que invita a cuestionarse la vorágine de la actualidad

El Ballet Nacional del Sodre presentó La Tregua

Basada en la obra homónima de Mario Benedetti, con la dirección de María Noel Riccetto, una coreografía de Marina Sánchez y la música de Luciano Supervielle, del 16 al 29 de marzo se presentará La Tregua en la sala Eduardo Fabini del Auditorio Nacional del Sodre Dra. Adela Reta. El espectáculo cuenta con dispositivos de audiodescripción para personas con discapacidad visual y auditiva y su duración es de 70 minutos.

Por Mateo Castells | @teocastells

Las luces se apagan y las reverberaciones que las conversaciones producen desaparecen. Silencio y oscuridad. El telón se levanta y un foco alumbra a Ciro Tamayo, quien interpreta el personaje principal, y a Alejandro González. Un violín interrumpe la calma y un piano le conversa con notas agudas. Los espectadores están a punto de empezar un viaje por su día a día.

En la sala Eduardo Fabini, una troupe interpreta lo que escribió Mario Benedetti. La Tregua es una novela que fue escrita en 1958 y que narra un período de la vida de Martín Santomé, viudo, a punto de jubilarse, en el que se reencuentra con el amor, mientras es arrastrado por la rutina recalcitrante y absorbido por la vorágine del trabajo.

Al pulso de un tango beat entran a escena todos los bailarines. Al fondo, la escenografía representa de manera fiel el paisaje visual de una urbe con sus edificios y oficinas de metal, blancas, grises, pulcras. La música cesa y los sonidos de bocinas y motores acompañan el cambio de escena. 

El elenco viste ropajes de mediados del siglo pasado. Camisas con ribetes y pelo engominado en los hombres, polleras largas y pelo recogido en mujeres. El ambiente alude estrechamente al argumento de lo que Benedetti escribió hace más de 60 años. 

Entre cambios de escenas, juegos de luces y rotaciones en el cuerpo de baile, la emocionalidad de la obra oscila entre el asombro y la efusividad, y de esta forma transmite la volatilidad que la vida posee. La linealidad sin sobresaltos se narra con bailes sincronizados, a tiempo, con piruetas limpias y parejas que danzan al compás y evocan tranquilidad.

Fieles representaciones de la realidad

Pero el shock no tarda en llegar. Todos los bailarines en fila ensayan pantomimas sincronizadas y respetan su lugar, vestidos de gris, mostrando así la escena típica que acontece al término de la jornada laboral, donde todos vuelven a su casa, ordenados. La musicalidad que acompaña el baile, con un guiño a los riffs de The Wall, álbum de la banda británica Pink Floyd, termina por dar la armonía necesaria para que el espectador comprenda lo que allí está transcurriendo.

Hasta que las luces se apagan y el amor aparece. Martín y Laura Avellaneda, personajes principales de la novela, quienes comparten un amor, se encuentran en un baile donde parecen querer mostrar cómo los enamorados suelen fluir a la par, con sincronías perfectas. Pero la vida toca la puerta. El trabajo y las obligaciones los envuelven y los separan. Bailarines que representan estos aspectos de la cotidianeidad irrumpen entre ellos y su baile. Martín, por un lado, Avellaneda, por el otro.

Nuevamente la rutina entra en escena. Pero se produce un inciso en el hilo conductor de la obra y los protagonistas se esparcen a lo largo del tinglado, cubiertos por una manta que tan solo les permite ver las pantallas brillantes de sus celulares. Shock de actualidad. Prisiones cotidianas análogas a lo que el escritor oriundo de Paso de los Toros escribió en el siglo pasado. 

Sobre el final, el escenario está baldío, enteramente desnudo para que dance ella, Avellaneda, con un vestido blanco. El silencio es indeleble y ella baila descalza, haciendo que en su danza se escuchen los chillidos que producen las plantas de sus pies en el piso del escenario y los golpes que hace al caer. Finalmente, los amantes se encuentran y se funden en una escena de amor, con luces tenues.

La obra logra retratar lo obsceno de la cotidianeidad y contar lo peligroso de la monotonía a través del uso mismo de ella para construir las escenas y los momentos del espectáculo. Con la musicalidad de Luciano Supervielle, el público disfruta de una función armónica y es inducido a través de la historia mediante representaciones fieles de la vida diaria. 

Quien acuda a ver La Tregua verá representada parte de su vida en el escenario y revivirá ese fuego del amor que suele sucumbir, solapado, ante la rutina famélica y aherrumbrada. Quien se siente en esta butaca se irá a su casa conmovido, en conflicto con su interior, cuestionándose todos los aspectos que componen su vida.