Por: Dr. Pablo Labandera (*)
En estos momentos comienza a discutirse en nuestro país una de las normas jurídicas más importantes de todo gobierno como lo es la Ley de Presupuesto, verdadera guía de acción para los próximos cinco años.
Más allá de la discusión sobre si debe recoger únicamente aquellos mandatos que tienen vocación de permanencia, o por el contrario aprovechar la escasa discusión de la misma para resolver problemas de carácter puramente coyuntural, la Ley de Presupuesto constituye un verdadero pilar para la administración de turno.
Y como pilar o piedra angular, debe orientarse en un solo sentido: lograr consolidar la seguridad jurídica en todos los ámbitos de acción. Solamente de ese modo el gobierno entrante se podrá conducir con eficiencia y certeza.
Ello cobra especial relevancia en el sector logístico, sector que ha sido tradicionalmente un diferencial con el que cuenta nuestro país, y en especial nuestros operadores públicos y privados: la seguridad jurídica, el valor del respeto a las reglas de juego trazadas, la valía de la palabra dada y la existencia de una justicia independiente, seria y capacitada, han sido tradicionalmente la mejor carta de presentación que tiene nuestro sector logístico (en el ámbito aduanero, portuario y fiscal).
En un Estado social de derecho, como lo es el nuestro, las políticas de intervención, incluidas las del sector logístico, no son económicamente neutrales; por el contrario, ellas persiguen fines particulares, para lo cual –en no pocas ocasiones– se alteran las condiciones económicas de los particulares. Esto es consustancial al ejercicio de las facultades de intervención del Estado en la economía, las cuales están expresamente autorizadas por la Constitución Nacional. Pero la manera y el enforcement con que ello se haga, no deben ser descuidados.
Por ello, cuando se suscitan discusiones en torno a temas como el del Impuesto Mínimo Global, el levantamiento del secreto bancario o tributario sin la barrera judicial previa, y otros de tenor similar, y como la introducción de cambios al respecto puede llegar a incidir en el sector logístico, conviene reflexionar mucho antes de avanzar en ese sentido. ¿Por qué? Porque una equivocación en relación a estas circunstancias aparejaría un costo reputacional altísimo.
Veamos.
A modo de avance conceptual
En un Estado social de derecho, la seguridad jurídica no impide cambios en las reglas de juego, pero lo que sí exige es que estos no se hagan súbitamente sin consideración alguna por la estabilidad de los marcos jurídicos que rigen la acción de las personas y empresas, y en desmedro de la previsibilidad de las consecuencias que se derivan para los particulares, de ajustar su comportamiento a dichas reglas.
Es por ello que tanto doctrina como jurisprudencia nacional y extranjera han consagrado un principio rector en este ámbito que se conoce como “principio de la confianza legítima”, principio que gobierna –en lo que aquí importa– a todo el sistema logístico nacional.
El mismo protege en lo que hace referencia a las normas que regulan el sector logístico, las razones objetivas para confiar en la durabilidad de la regulación y las alteraciones que se generarían con el cambio súbito de las mismas.
Ahora bien, ¿cuándo se podría predicar la existencia de dichas razones objetivas que habilitan a invocar el principio de la confianza legítima? Cuando, por ejemplo, la norma en cuestión (que en definitiva lo que hace es formalizar una decisión del Parlamento Nacional o de la Administración), entre otras circunstancias: (i) ha estado vigente por un muy largo período; (ii) no ha estado sujeta a modificaciones, ni fue objeto de anteriores propuestas sólidas de reforma; (iii) su existencia es obligatoria, es decir, no es discrecional para las autoridades responsables suprimir el beneficio, y además; (iv) ha generado efectos previsibles significativos, es decir, ha conducido a que los particulares acomoden de “buena fe” sus comportamientos a lo que ella prescribe.
Lo anterior no quiere decir que las normas que regulan el sector logístico y cualquier otro sector de la realidad nacional no puedan ser derogadas o modificadas, sino que, cuando lo sean, el Estado debe proporcionar al afectado, tiempo y medios que le permitan adaptarse a la nueva situación, lo cual consiste, por ejemplo: (i) en que haya un período de transición lo suficientemente extenso para que se logre consolidar un nuevo estado de situación, sin mayores traumas, o; (ii) en que no se establezcan barreras o trabas para que los afectados ajusten su comportamiento a lo prescrito por la nueva norma. Aún más, en algunas situaciones, la protección de la confianza legítima puede exigir también que (iii) el beneficio correspondiente del que eventualmente haya sido objeto el particular respectivo, no sea derogado durante el lapso en que está corriendo el término para que los contribuyentes gocen de él.
Adicionalmente, el alcance de la protección de la confianza legítima ha de corresponder al grado y tipo de afectación de la misma de conformidad con el principio de proporcionalidad, sin que ello implique pasar por alto que en materia regulatoria, y en especial, en el ámbito del sector logístico, el legislador no solo aprecia la oportunidad y conveniencia de las reformas, sino que dispone de una amplia potestad de configuración jurídica.
Eso sí, el referido principio de la confianza legítima es diferente –desde el punto de vista conceptual– a los derechos adquiridos, los que cuando son de recibo admiten que las normas tengan efectos retroactivos en las condiciones fijadas expresamente en la Constitución Nacional.
Un poco más acerca del principio de la confianza legítima
En muchas circunstancias, la normativa que regula al sector logístico en nuestro país, prevé –entre otros beneficios– exenciones tributarias (y aduaneras), las que se fundan en razones de política fiscal, económica o social.
Así, por ejemplo, respecto de su duración, se considera que cuando no se otorgan por un período determinado, se entienden concedidas por uno indeterminado y deben subsistir mientras perduren los extremos fácticos tenidos en cuenta para concederlas, de manera tal que si el legislador no establece un término de duración de las mismas, ha de entenderse que en cumplimiento de un mandato político y legislativo, se han establecido unas reglas de juego con vocación de perpetuidad con las cuales se atrae inversión y genera empleo y productividad, en síntesis, desarrollo y mayor bienestar social. Es por ello que las mismas no pueden variar caprichosamente de espaldas a los intereses públicos que motivaron la exención respecto de determinada clase de persona o actividad, sin violar el principio de la confianza legítima.
Y eso es así porque la potestad del Estado se debe ejercer de tal manera que no vulnere la buena fe de los administrados/contribuyentes, quienes aspiran a tener confianza en las normas con base en las cuales adoptan sus decisiones económicas. Y si el Estado no actúa en consecuencia, vulnera el principio de la confianza legítima y, por ende, la Constitución Nacional.
A modo de conclusión
En síntesis, cabe concluir con las siguientes reflexiones, a saber:
1. El ordenamiento jurídico –incluso constitucional– no petrifica el sistema normativo del país ni prohíbe que el legislador lo modifique, máxime si se trata de revisar exenciones u otros estímulos fiscales concedidos en el pasado, que por el contrario, tienden a romper con la aplicación plena de los principios de capacidad contributiva, generalidad, igualdad, etc., ya que el legislador goza de libertad para establecer o derogar medidas orientadas a generar determinados comportamientos por parte de los actores económicos.
2. Ni la doctrina ni la jurisprudencia reconocen un derecho subjetivo pleno a los destinatarios de una exención o beneficio fiscal, aduanero, etc., salvo que se trate de una situación jurídica consolidada frente a un período determinado.
3. Lo que sí existe en todo caso, es una garantía, en virtud de la cual las leyes que regulen contribuciones en las que la base sea el resultado de hechos ocurridos durante un período determinado, no pueden aplicarse sino a partir del período que comience después de iniciar la vigencia de la respectiva ley, reglamento o acuerdo, y en caso de aplicarse, dicha circunstancia no puede habilitar nunca un castigo o sanción en forma retroactiva.
4. Pero en todos los casos en que exista un cambio sustancial de las reglas de juego, aun cuando el mismo se realice bajo un mandato jurídico, habrá que evaluar también el costo reputacional que dicha innovación puede llegar a provocar. Se trata de un intangible que tiene un valor agregado importantísimo, y que por tanto no puede ser descuidado.
5. Kant distinguía entre imperativos hipotéticos y categóricos. Mientras que el imperativo hipotético ordena una acción condicionada a un fin (por ejemplo: “si quiero salvar un examen, debo estudiar”), el imperativo categórico, en cambio, ordena de manera incondicionada, no depende de un fin externo, sino que se impone por sí mismo. El tratamiento que le demos a este tema, como una u otra de las “opciones Kantianas”, condicionará también nuestro futuro como país serio (o no tanto).
El futuro dirá.
(*) Especialista en comercio exterior y derecho aduanero. Correo: pablo@labandera.com.uy.