El clima ya cambió: impactos, costos y la urgencia de adaptarse

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El cambio climático avanza y sus impactos económicos son una realidad tangible. ¿Dónde y cómo conviene invertir para responder a tiempo?

Por Julietta Anglet (*)

El cambio climático ya no es una advertencia lejana ni está sujeto a debate. Forma parte de nuestra realidad actual, y llegó para quedarse. De hecho, sus efectos son cada vez más frecuentes e intensos.

Frente a este escenario la comunidad internacional trazó un rumbo claro. En 2015 el Acuerdo de París fijó una meta ambiciosa: evitar que la temperatura media del planeta superara los 2 °C respecto a los niveles preindustriales y hacer todo lo posible por mantenernos por debajo de 1,5 °C. No era un objetivo simbólico, era una línea roja.

En 2024, según el Servicio Europeo Copernicus (C3S), esta línea fue cruzada: el mundo alcanzó un aumento promedio de 1,6 °C.

Este valor no configura una estadística más ni un argumento decorativo para proyectos ambientales. Es un punto de quiebre en un bien que nos involucra a todos: el ambiente. Dicha línea separa un futuro aún manejable de uno que pueda presentar importantes dificultades, y enciende las alarmas de una ventana temporal para evitar daños irreversibles que se está cerrando.

Se nos advirtió hasta el cansancio sobre el cambio climático. Y, en efecto, el clima cambió. Pero, ¿qué impactos económicos genera para las sociedades?

El cambio climático genera daños (que corresponden a afectaciones directas de activos) y pérdidas (que representan alteraciones en los flujos productivos).

Sin irnos muy lejos, en Uruguay estos impactos dejaron de ser una posibilidad futura para convertirse en una realidad tangible. Entre 2022 y 2023 el país atravesó la peor sequía en más de 70 años, con consecuencias severas tanto en el medio rural como en las áreas urbanas. La escasez de lluvias salió cara: el sector agropecuario registró pérdidas y daños directos por unos 1.809 millones de dólares, cerca del 3 % del PIB promedio anual reciente, según el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP).

Más aún, puede argumentarse que el volumen económico de los daños y pérdidas climáticas podría estar subestimado. En la región, se observa la necesidad de generar información precisa y oportuna, y elaborar herramientas estandarizadas, lo que supone un desafío clave, y para lo cual existen flujos específicos y objetivos concretos a alcanzar en diversos países de la misma. Para intervenir eficazmente es necesario saber dónde, y cuánto cuesta no hacerlo.

A esto se suma la subvaloración sistemática del capital natural, cuyos beneficios (al no tener precio de mercado) quedan fuera de los balances económicos, distorsionando la asignación de recursos desde la perspectiva ambiental.

¿De qué dependen estos impactos y qué diferencias se encuentran en la región?

El cambio climático y sus impactos económicos no afectan de manera uniforme a todos los países. Diversos factores sociales, institucionales y estructurales explican esta disparidad. El Índice de Riesgo Inform, desarrollado por la Comisión Europea, permite comparar el nivel de riesgo y preparación de los países ante crisis climáticas y humanitarias a partir de tres dimensiones clave (ver gráfico 1).

Por un lado, el componente de Peligros y Exposición evalúa la probabilidad de exposición física a amenazas naturales o humanas (como terremotos, ciclones o conflictos). Por otro lado, la vulnerabilidad estructural, mide cuán susceptible es una población a sufrir daños ante una crisis, según factores como pobreza, desigualdad, dependencia de ayuda externa y presencia de grupos vulnerables. Finalmente se considera la Falta de Capacidad de Respuesta, que refleja la debilidad de los recursos institucionales e infraestructurales, como gobernanza y sistemas de salud, para enfrentar, mitigar y recuperarse de una crisis.

Una mirada regional muestra que Uruguay se ubica en el último lugar del ranking, con un índice de riesgo relativamente bajo de 2,7. Sin embargo, este resultado se debe en gran medida a su muy baja exposición a desastres naturales: apenas 1,5, el valor más bajo de toda la región. Al aislar el componente de Falta de Capacidad de Respuesta, Uruguay figura como el segundo peor posicionado entre los países analizados. Este dato levanta banderas sobre posibles áreas de mejora en materia institucional y operativa, que podrían influir en la capacidad del país para responder ante futuras crisis climáticas.

La misma idea puede extenderse a varios países de la región, aunque el índice general arroje valores relativamente bajos, una segunda mirada deja en evidencia que el margen de mejora es grande. La capacidad de respuesta es el indicador que presenta mayor margen de acción, y donde más vale la pena hacerlo.

¿De qué manera? No existe una receta única. Los riesgos y capacidades varían entre países, por lo que cada uno debe trazar su propio camino, considerando no solo los costos y beneficios de las medidas, sino también su viabilidad política y los impactos que puedan generar. Por este motivo, es que hoy en día casi todos los países cuentan con planes de adaptación propios para reducir estos impactos.

Surge entonces la pregunta, ¿cómo podemos reducir los mismos?

Reducir los impactos del cambio climático requiere de inversión. Los daños y pérdidas deben abordarse mediante dos líneas de acción complementarias: la adaptación, para fortalecer la resiliencia de las comunidades ante eventos climáticos extremos y la mitigación, a fin de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

Aunque ambos frentes son imprescindibles y se refuerzan mutuamente, la adaptación gana terreno a medida que los efectos del cambio climático se intensifican. Porque incluso haciendo el ejercicio ficticio de imaginar que rápidamente se alcanzara la carbononeutralidad, hay impactos que ya están en marcha.

De hecho, existen fundamentos para sostener que, en el caso de Uruguay, priorizar la adaptación al cambio climático resultaría estratégicamente conveniente. Por su escala, el país tiene un peso marginal en las emisiones globales: apenas representa menos del 0,1% de las emisiones de GEI globales. Sin embargo, el ambiente se consolida como un bien común global, y como país enfrentamos las consecuencias de acciones que trascienden nuestras fronteras. En este contexto, el mayor retorno para Uruguay radicaría en adaptarse de forma eficaz a impactos que exceden de su responsabilidad nacional.

Por tanto, si bien es fundamental avanzar en una transición verde, reduciendo emisiones y cumpliendo compromisos internacionales, la prioridad nacional más rentable podría estar en una adaptación efectiva. Esta es clave para reforzar la resiliencia de ciudades, sectores productivos y comunidades. Sin embargo, la inversión global aún no refleja esa urgencia: la adaptación capta apenas el 6 % de los flujos climáticos anuales, y menos del 10 % proviene del capital privado.

Es imperativo aumentar la inversión climática en su conjunto, pero la adaptación sigue quedando relegada frente a la mitigación, que capta más financiamiento público y privado, ya que existe una lógica de incentivos más clara, a través de instrumentos como los bonos verdes o los mercados de carbono.

No obstante, adaptarse no es simplemente “abrir el paraguas”, es una estrategia clave. Al fortalecer la resiliencia, se logra un efecto directo y concreto: cuando ocurren eventos extremos, los daños y pérdidas se reducen drásticamente.

Lo interesante, y no siempre destacado, es que los beneficios de adaptarse no se limitan a las pérdidas evitadas, sino que muchas veces las superan. La literatura los agrupa en tres grandes ejes: pérdidas evitadas, desarrollo económico inducido y mejoras sociales y ambientales. Por ejemplo, la inversión en riego más eficiente frente a las sequías no solo reduce pérdidas agrícolas, sino que puede mejorar gradualmente la productividad, el empleo rural y la gestión del agua.

Además de relevantes, estos beneficios son una apuesta segura. Un estudio del World Resources Institute (WRI), basado en 320 proyectos de adaptación, reveló que más del 65 % de los beneficios monetizados no estaban directamente ligados a eventos climáticos. Este documento indica además que por cada dólar invertido se generan beneficios monetizados en un período de 10 años de más de 10 veces el valor invertido.

En consecuencia, parece razonable desde una óptica de costos/beneficios tomar este tipo de medidas. No obstante, se debe evaluar cuidadosamente cada caso en particular para definir si efectivamente se genera rentabilidad socioeconómica y que los recursos públicos se inviertan en donde la sociedad lo requiera.

Conclusión

La imagen está clara: el cambio climático y sus efectos son una realidad, y es necesario adaptarse. Hoy, además, generalmente existen incentivos para que los proyectos de infraestructura y programas de inversiones públicas y privadas que se emprendan incorporen esta perspectiva de forma estructural. No como un simple “abrir de paraguas”, sino como una estrategia de inversión más amplia, con retornos económicos concretos.

(*) Asistente en Economía en AIC Economía & Finanzas