Eutanasia y discriminación: el falso dilema de la libertad

Por Miguel Pastorino (*) | @MiguelPastorino 

La discusión sobre la eutanasia suele presentarse como una simple cuestión de libertad individual, un supuesto nuevo derecho que permitiría morir con dignidad. Sin embargo, cuando se analiza con mayor detenimiento el proyecto de ley en discusión en Uruguay, resulta evidente que el marco normativo propuesto no garantiza ni una auténtica libertad ni una protección real de los derechos de las personas más vulnerables.

El artículo 2 del proyecto no se limita a personas con enfermedades terminales, sino que habilita la eutanasia para “toda persona mayor de edad, psíquicamente apta, que padezca una o más patologías o condiciones de salud crónicas, incurables e irreversibles que menoscaben gravemente su calidad de vida, causándole sufrimientos que le resulten insoportables”. La amplitud de esta redacción incluye muchas situaciones de discapacidad y condiciones de salud que, sin ser mortales, pueden vivirse con sufrimiento si no se brinda el apoyo necesario. 

El concepto de “libertad” en este contexto es profundamente problemático. ¿Es verdaderamente libre quien pide la muerte porque se siente una carga, está solo o deprimido, aunque sea “psíquicamente apto” para decidir? ¿No es eso una forma sutil de abandono, una normalización del suicidio como solución social al sufrimiento de quienes viven en condiciones precarias de atención o de afecto? Porque en países como Canadá quienes lo han pedido por enfermedades incurables, luego se supo que el problema de fondo era el desalojo o el abandono de su familia. La enfermedad puede ser la punta de un iceberg de vulnerabilidad social mucho más complejo, que hace menos libre a cualquiera que esté pasando por situaciones insoportables. 

El proyecto que se pretende votar próximamente, y que no ha sido modificado sustancialmente a pesar de las críticas que se le han hecho, no exige evaluación previa de un equipo interdisciplinario. No hay psicólogo, psiquiatra ni trabajador social que valore las causas profundas del sufrimiento. El único control es posterior a la muerte del paciente, cuando ya no hay marcha atrás. El médico que aplica la eutanasia realiza un informe para el Ministerio de Salud Pública, pero no existe un comité de garantías previo, como en otros países. Así, el mismo profesional que actúa es juez y parte.

Se nos dice que nadie está obligado, que es una elección personal. Pero esa supuesta libertad se ejerce bajo condiciones sociales desiguales. Las personas con buena salud mental, buen acompañamiento familiar y cuidados adecuados rara vez piden morir. Lo hacen quienes sienten que su vida carece de valor, cuando ha perdido todo sentido. Decirles que “es su decisión” sin intentar aliviar su sufrimiento ni ofrecer alternativas es una forma sofisticada de exclusión y descarte de vidas devaluadas por la sociedad: se les considera libres cuando en realidad están abandonados.

Los cuidados paliativos, derecho reconocido en la legislación nacional, siguen sin reglamentación ni financiación adecuada. El proyecto de eutanasia apenas exige informar sobre la existencia de los cuidados, pero no que se garanticen efectivamente. ¿Podemos hablar de una libre decisión cuando no se han asegurado previamente los recursos para evitar el sufrimiento? Si la persona muere por eutanasia sin haber sido aliviada, no eligió entre vivir con alivio o morir, sino entre sufrir insoportablemente o morir. Y se morirá sufriendo. 

Además, el proyecto legaliza una práctica que solo se aplica a ciertas personas: aquellas que están enfermas o con discapacidad. ¿Por qué su suicidio sería respetado y facilitado por el Estado, y el de otros prevenido con campañas, asistencia y contención? ¿Acaso algunas vidas valen menos? Si alguien sin enfermedades pide ayuda para morir, se le ofrece prevención; si lo hace alguien con una enfermedad incurable, se le ofrece muerte. La lógica subyacente no es la libertad, sino la clasificación de vidas socialmente descartables. ¿Cuál es la diferencia entre unos y otros? ¿Tener una enfermedad crónica y mala atención?

Quienes promueven esta ley sostienen que oponerse es querer imponer una moral religiosa o una concepción particular de la dignidad. Pero toda ley se basa en una visión moral, y esta propuesta impone también una: la de que es compasivo ayudar a morir a quien sufre y que, en ciertas condiciones, la vida deja de ser digna de ser vivida. No es neutralidad; es una concepción moral que, además, legaliza la desigualdad en la protección de la vida humana.

A menudo se usan eufemismos como “acto de amor” o “nuevo derecho” para no enfrentar el hecho de que esta ley implica una ruptura con el principio de que toda vida humana tiene igual valor y merece igual protección. Paradójicamente, en nombre de una supuesta empatía, se institucionaliza una forma de exclusión: quienes más necesitan cuidados y compañía recibirán la oferta de una muerte legal, no porque no tengan derecho a vivir, sino porque el sistema deja de luchar por su vida.

La laicidad del Estado no implica excluir argumentos filosóficos o éticos del debate público, sino asegurar que todas las voces sean escuchadas con igual respeto, sin descalificaciones por su origen. El debate sobre la eutanasia exige rigor, sensibilidad y responsabilidad, no simplificaciones ni caricaturas. No se trata de negar la libertad, sino de asegurar que sea auténtica, no empujada por el abandono ni disfrazada de compasión. Solo en un contexto donde la vida es plenamente reconocida, valorada y protegida, la libertad puede ser real.

(*) Doctor en Filosofía. Máster en Bioética y magíster en Dirección de Comunicación. Profesor en la Universidad Católica del Uruguay.