Por Mariano Tucci (*) | @MarianoTucci46
En nuestro país como en tantos otros, las rendiciones de cuentas son un pilar fundamental tanto desde el punto de vista jurídico como político.
Por un lado, es una obligación constitucional y un instrumento que dota a la política de mayor transparencia por dos cosas fundamentalmente; en primer lugar, porque nos permite conocer la trazabilidad del gasto, y en segundo lugar porque habilita a los órganos de control a evaluar si el uso de los recursos públicos se efectuó conforme a derecho o no, y si los mismos fueron manejados con la eficiencia administrativa que se espera de los decisores políticos en nuestro país.
Desde el punto de vista político, el instrumento de las rendiciones de cuentas fortalece la legitimidad de los gobiernos porque de alguna manera les permite demostrar que actúan de forma responsable ante la ciudadanía y ante el Parlamento nacional, y esto representa nada más y nada menos que buena parte del contrato social entre el Estado y los ciudadanos, porque el gobierno administra los recursos públicos y tiene la obligación de responder por ello.
Y finalmente, algo que es absolutamente relevante: las rendiciones de cuentas constituyen una herramienta de evaluación política porque permiten a los legisladores analizar la ejecución del programa de gobierno y cuestionar o respaldar las políticas implementadas. Y esto ineludiblemente influye en la rendición electoral; porque los ciudadanos votan con base en los resultados percibidos de la gestión de los gobiernos.
Estas consideraciones iniciales componen la simiente de un país que sigue siendo referencia en América Latina a pesar de sus complejidades, que sigue siendo serio, que cumple con sus obligaciones y con sus compromisos. Y este tipo de instancias lo consolidan además como una democracia sólida, no exenta de problemas, pero sólida al fin, con un sistema de partidos fuerte y un engranaje institucional consistente.
Si hablamos de logros, yo creo que es justo reconocer que, en los últimos años, Uruguay ha continuado con avances significativos en materia de reputación financiera internacional, reflejados en la mejora de la calificación crediticia otorgada por las principales agencias que evalúan el crédito soberano del país.
Todos recordamos que este proceso culminó con la obtención de la mejor calificación de la historia nacional, ubicando al país a solo un escalón de la categoría A. Y hay que señalar que esta mejora se tradujo en una compresión de la prima de riesgo soberano, lo que permitió reducir el costo de acceso del país a los mercados internacionales de capital.
Un segundo ejemplo de resultado positivo que quiero destacar tiene que ver con la cantidad de empleo que dejó como saldo la administración pasada, porque luego del impacto de la pandemia, en los años posteriores el gobierno logró recuperar los puestos de trabajo, incluso los que se habían perdido en el último período del Frente Amplio.
Pero notoriamente la realidad de los uruguayos no se agota únicamente en estas dos importantes áreas de la vida nacional, y en ese sentido respecto a las resultancias del quinquenio que se fue, debemos decir que, en términos genéricos, esta Rendición de Cuentas deja de manifiesto los límites, las contradicciones y sobre todo las consecuencias de una mala estrategia económica, fiscal y social que se aplicó en Uruguay.
No ha sido sorpresivo para nosotros el resultado del gobierno anterior en la medida en que conocemos los énfasis del peregrinaje liberal donde este sistema de ideas prevé que algunos ganan y otros pierden. Donde se defiende la libertad individual y se limita la acción del Estado.
Y el modelo liberal que coherentemente el expresidente Lacalle Pou impulsó, fue un modelo que se ocupó quirúrgicamente de promover y de estimular la iniciativa privada y el libre mercado, y también se encargó de empujar y de incentivar al que se despegaba del pelotón, aunque el grueso de los ciclistas, incluso los más rezagados, quedaran a la vera del camino.
Y esto, lejos de ser una crítica, es un señalamiento de la realidad, porque en definitiva cuando la gente eligió en el balotaje, eligió candidatos, sí, pero fundamentalmente eligió modelos y formas de ejercer el gobierno. Definió por cosas que, como decía el expresidente José Mujica, representan el cerno de la lucha política; donde colocamos el esfuerzo mayor sin dejar a nadie por el camino, sabiendo incluso… y por eso hay que andar fino a la hora de decidir o de cortar, que, si usted troza el tocino más gordo para un lado, para el otro va a caer el más flaco y, por tanto, seguramente habrá consecuencias.
Y el resultado de ese gobierno de signo liberal ha sido la distancia permanente con el pelotón, porque ha estado a kilómetros de consolidar un modelo de desarrollo con equidad, porque cuando apretó el zapato encaminó un ajuste pesado para el bolsillo de los trabajadores, porque contuvo el gasto y porque además azuzó la desinversión social en los años más críticos, para luego cuando la tragedia de la pandemia quedaba por el camino, comenzar una expansión tardía y desordenada del gasto público en el último año del período.
Y esto implicó derivaciones importantes porque esta secuencia que estoy relatando no solo impidió una recuperación sostenida para los sectores más empobrecidos, sino que dejó comprometidas las finanzas públicas a futuro, con un déficit fiscal elevado, un endeudamiento creciente y un deterioro estructural del gasto. Entregaron un país con el mayor déficit fiscal de los últimos 35 años de vida institucional.
Y esto es muy relevante porque el análisis de la política económica revela una profunda falta de visión estratégica. El crecimiento económico fue bajo y volátil, sostenido más por factores coyunturales como el fin de la sequía o la reactivación de proyectos heredados, que por políticas genuinas del gobierno.
La inversión se mantuvo estancada, sin un plan nacional que articulara el desarrollo productivo. En este marco, las medidas adoptadas resultaron claramente procíclicas: se recortó el gasto en momentos de contracción y se expandió en contextos de recuperación, contraviniendo las recomendaciones básicas de la política contracíclica moderna.
La política salarial impulsada por el gobierno saliente consolidó una pérdida de poder adquisitivo acumulada para la mayoría de los trabajadores, en especial los de menores ingresos. Incluso, el salario mínimo lejos de ejercer un rol redistributivo, acompañó apenas la media, sin generar mejoras sustantivas en los trabajadores más sumergidos.
En paralelo, los datos sobre pobreza, desigualdad e indigencia revelan una realidad preocupante: la recuperación económica no benefició de forma equitativa a todos los sectores. La pobreza infantil, la situación de calle y la creciente exclusión de los sectores populares ponen en evidencia la ausencia de políticas públicas eficaces para contener las consecuencias sociales del ajuste.
La desprotección de la infancia y la insuficiencia de la respuesta estatal frente a fenómenos de exclusión severa, como la población de calle urbana, reflejan una falta de prioridad política hacia los derechos más fundamentales o un rotundo fracaso de lo que trataron de hacer y no pudieron.
Que uno de cada tres niños sea pobre no solo es injusto, sino que es agraviante y vergonzante para el país que antaño fuera la suiza de América o el país de la tacita de plata. Un país que siempre se enorgulleció de su sistema de protección y de amparo social y por su inclinación por forjar un Estado protector que oficie como poncho de los más débiles.
En fin, nadie tiene el patrimonio sobre la sensibilidad en este tema, algunos tendrán más responsabilidad que otros, o no, pero lo que no podemos es darnos el lujo de no trabajar juntos para que estas cifras sean abatidas en el corto plazo.
(*) Diputado del Espacio 609, Convergencia Popular (Lista 46).