El sistema político reaccionó con rapidez y prácticamente en la misma dirección, dejando en claro la gravedad de lo ocurrido, expresando solidaridad con la víctima y su familia, pidiendo un rápido esclarecimiento de los hechos y castigo a los responsables. En general, la actitud fue republicana, en defensa de las instituciones que se ven amenazadas. No faltaron, por supuesto, quienes pretendieron hacer un uso político del hecho culpando al gobierno por permitir que pasara lo que pasó.
Pensamos que es necesario hacer un análisis serio, buscar las causas de lo ocurrido y arribar a soluciones que eviten que esto se transforme tan solo en un jalón más en el tobogán que está recorriendo hace rato nuestro país en lo relacionado a seguridad pública.
Hace unos años asistimos como sociedad al primer caso de sicariato en nuestro país, algo que pensábamos que no nos llegaría. Hoy los asesinatos por encargo son moneda común, prácticamente no hay semana en que no ocurra un caso. No queremos repetir ese proceso.
La primera pregunta que cabe hacernos es ¿cómo llegamos hasta acá?
Para ello es importante entender que no se trata de un hecho aislado, que lo ocurrido no surge de la nada. No, antes del atentado contra la señora fiscal el Uruguay ya vivía una situación de inseguridad gravísima y alarmante. En setiembre se alcanzó el récord histórico de asesinatos en nuestro país. Siendo este el único delito que no se puede subdenunciar, podemos deducir que en realidad no solo los homicidios son más, sino que seguramente todos los delitos están aumentando. Y esta situación está afectando a toda una sociedad que ve con impotencia y creciente malestar que el Estado no cumple con su fin primario que es brindar condiciones que aseguren, entre otros, los derechos a la vida y a la propiedad consagrados en la Constitución de la República. Los uruguayos viven esta realidad con angustia y preocupación, en especial los más frágiles, aquellos que no tienen recursos para mudarse de barrio, enrejarse o protegerse con sofisticadas alarmas. En definitiva, la inmensa mayoría de compatriotas que depende de que el Estado, el escudo de los débiles, cumpla con sus funciones esenciales.
El atentado a la fiscal general se da en el marco de la creciente situación de inseguridad que vivimos y esta realidad es consecuencia de un largo proceso de apartamiento al respeto a las normas que regulan la convivencia democrática en nuestro país. Las normas existen, sobran, el problema es que no se cumplen, porque quienes deben hacerlas cumplir parecen tener temor de ejercer la autoridad.
El desafío y cuestionamiento a todo lo que represente la autoridad ha sido en nuestro país, y en buena parte de occidente, una constante desde hace varias décadas. No otra cosa significó el mayo francés en 1968, una explosión estudiantil que cuestionó las bases mismas de una sociedad basada en el respeto a los valores tradicionales, y que rápidamente se exportó al mundo.
Se debilitó sistemáticamente a la familia, fundamental en el entramado social, se socavó el respeto al maestro o al profesor en los centros de enseñanza, al policía, al militar, a todo aquello que representa un orden en la sociedad. En la barrida no se salvan tampoco los símbolos nacionales. Se cuestiona al propio Himno Nacional y a marchas como “Mi Bandera”. Se pide suprimir el juramento al Pabellón Nacional.
Es en este marco de debilitamiento de todo aquello que nos obliga a considerar los derechos del otro, del compatriota, del vecino, se va deteriorando el tejido social y poco a poco empieza a aplicarse la ley de la selva, donde solo los más fuertes se hacen respetar y sobreviven. A los más débiles, a aquellos que dependen de la acción del Estado, solo les queda vivir con miedo y rezar para no ser las próximas víctimas.
A este proceso de apartamiento del cumplimiento de las normas de convivencia se suman políticas equivocadas en materia de seguridad pública que incluyen el inadecuado despliegue policial, la permeabilidad de nuestras fronteras y la dantesca situación de nuestras cárceles. Y a esto se agrega una política de drogas que ha llevado a la naturalización y el consecuente aumento exponencial de su consumo. Un verdadero suicidio como sociedad.
Si se quiere cambiar la realidad que estamos viviendo, debemos comenzar hoy mismo un camino de restauración de los valores cívicos que algún día nos permitieron vivir en paz, en una convivencia más o menos armoniosa. Para ello existen dos herramientas fundamentales: en primer lugar, la educación que puede incidir positivamente en la mente de nuestros niños y jóvenes, y en segundo lugar, el empleo de los medios de comunicación, implementando campañas de concientización que lleven a nuestra población a una actitud más respetuosa con el derecho del otro y que alerte sobre las graves y a veces irreversibles consecuencias del consumo de drogas.
Desde Cabildo Abierto hemos presentado propuestas para cambiar la realidad que hoy vivimos. Le hemos entregado personalmente un documento a cada uno de los tres ministros del Interior de la anterior administración con la propuesta de un paquete de medidas para cambiar el rumbo en materia de seguridad. No hemos sido escuchados.
Hoy estamos participando de la convocatoria al diálogo interpartidario por la seguridad pública, buscando establecer políticas de Estado en un área donde siempre ha habido marchas y contramarchas.
Podríamos estar hoy en la crítica fácil, pero preferimos aportar ideas y colaborar en la búsqueda de soluciones. Nosotros estamos en política para intentar solucionar los grandes problemas de la gente, y claramente este es uno de ellos. No es este tiempo de mezquinas actitudes basadas en meros cálculos electorales. Y no es ético estar en una mesa de diálogo y, a la vez, tirar piedras desde la vereda de enfrente.
El sistema político debe estar a la altura de las circunstancias.
(*) Presidente de Cabildo Abierto y exsenador de la República.