Nunca me imaginé este escenario, y creo que muchos de nosotros tampoco lo imaginamos. Sin perjuicio del duro juicio que me resulta orgánico como vieja millennial, lo parafrasearé de esta manera: algo no está funcionando bien.
¿Quizás pensar que todo debe tener un inicio que inicia al iniciar el proceso de transición es propio de mis paradigmas mentales que acotan mi visión y que no me permiten ver, quizás, lo que se está construyendo? ¿Quizás son mis propios límites los que no me permiten entender una realidad que está detrás de lo evidente? Porque quizás lo evidente no procede, como mi sentido común y lógica, me indica que las cosas debieran proceder.
Quiero creer con convicción que lo que estamos viviendo tiene no una razón fortuita, sino una explicación engranada en un proceso analítico y racional de intereses compartidos, donde el valor de las acciones, intenciones y esfuerzos colectivos, en realidad son lo que están marcando el tempo a la sostenibilidad. Y yo, desde mi humilde posición, no lo veo, porque simplemente no estoy a ese nivel, el de “los ilustres”, mi lugar se encuentra en alguna de las últimas butacas del auditorio y no me puedo ni imaginar los engranajes que requiere el “backstage” para que la obra salga sencillamente bien. ¿Quiero creer? Sí. ¿Necesito creer? Sí.
Porque de lo contrario siento que un ligero ataque de pánico me diría “ya está, es suficiente, no hay nada que puedas hacer”. Gente pidiendo gente para gente que no entiende de la gente. Iniciativas multiplicadas por centenes, que van y vuelven, con quizás nombres distintos, “el hub de la no sé qué”, “el quinto impacto para el qué sé yo”, “la mesa del carrusel” que va y vuelve, va y vuelve. Un carrusel con empuje, sí, porque si perdemos eso no nos queda nada, pero vetusto, y que se repite una y otra vez, porque no nos están diciendo cuál es el horizonte al que nos debemos destinar.
¿Por qué no hay plan? ¿Por qué no hay orden? ¿Por qué no hay metas realistas? O los ilustres que sueño escondidos detrás de las cortinas del escenario, detrás de esta aparente caótica normalidad, están organizando, priorizando, seleccionando con el propósito moral y ético de hacer el bien común, lo que para todos es mejor, lo que en realidad se necesita para que la sostenibilidad vuelva o empiece a tener un sentido trazable, claro y concreto. Quiero creer, sí. Pero sería muy ingenuo también.
No les voy a decir lo que pasó este año en materia de sostenibilidad, porque siento que, como todos los años, pasaron un montón de cosas, pero que al mismo tiempo no pasó nada. No les voy a contar qué es o no importante, o dónde las empresas están necesitando enfocarse para terminar de convencerse de que invertir en sostenibilidad es igual que invertir en innovación, que es igual que invertir en estar a la vanguardia, que es igual que invertir en el futuro y que el futuro, bien planificado, suele ser rentable.
Y si a esta fórmula le quitamos las palabras que terminan anulándose entre sí por compartir el mismo propósito… sigan el razonamiento: si sostenibilidad equivale a innovación, la sacamos de la ecuación; si innovación es igual a vanguardia, también fuera; y si vanguardia se traduce en futuro, chau. Entonces —y que se preparen los ilustres—, lo que realmente queda es que invertir es rentable. Lo fue, lo es y lo seguirá siendo, más allá del término que se elija para calificar la inversión. Quiero creerlo, sí. Pero seamos sinceros: también sería ingenuo.
La sostenibilidad es una palabra creada por un señor con el fin de darle un impulso innovador a un cambio que las tendencias económicas ya venían marcando. Sostenibilidad es hacer las cosas considerando el contexto con el que cohabitamos, al igual que lo fue la industrialización, la globalización, la digitalización. La sostenibilidad es una megatendencia, o sea, como alguien definió por ahí, “palanca de desarrollo de la actividad humana, que se aplica a largo plazo en sociedades en las que provoca cambios profundos”.
Para llevarlo a un ejemplo explícito, y sin ánimo de disminuir, sino de todo lo contrario, un ingeniero agrónomo hoy valdrá más porque la coyuntura lo requiere, pero el ingeniero agrónomo fue, es y será el mismo siempre: un ingeniero agrónomo. Lo que ahora cambia es el lente con el que miramos a los ingenieros agrónomos, porque ellos tienen mayor conocimiento sobre sectores que marcan la megatendencia que estamos transitando, y, por ende, si información es poder, su conocimiento es potencialmente muy poderoso.
Los que me conocen saben que creo profundamente en la potencia del imaginario colectivo, y que motivar y hacer visible lo que no lo es, es mi manera de crear convicción. Porque no se necesita poder para desafiar el poder, se necesita valentía para desafiar el poder, y exigirle al poder que asuma su rol de todopoderoso y nos ayude a entender nuestro rol como individuos, individuos en un colectivo socialmente sostenible; llámese país, institución o empresa. Porque, como decía el libro de James Matthew Barrie, “solo quien ve el mundo con ojos curiosos puede volar”. Y volar solo lo hacen los valientes.
Creo que existen soluciones simples para problemas que parecen demasiado complejos… no es magia, es sentido común. No se puede hacer de todo por hacer de todo, porque al final todo termina pareciendo cualquier cosa. Tampoco podemos esperar amanecer en calma si cada noche el cielo se cubre de ruido. ¿Dónde quedó el conticinio, ese silencio tan necesario para regenerarnos como humanidad? No sé qué está pasando, y quisiera que alguien me lo explique. ¿Quién dijo que “todos los caminos llevan a Roma”? No, no todos llevan a Roma: por algo se inventó la brújula. Para llegar —llegar de verdad— hay que hacerlo con los mínimos recursos posibles, pero, sobre todo, llegando a tiempo. Y por eso me pregunto: ¿dónde quedó nuestra brújula, amigos?
(*) Directora de Deres.