La ilusión de reducir la violencia delictiva sin el tratamiento de sus causas

Por: Dr. Luis Eduardo Morás (*)

El análisis del contenido de las propuestas y debates que se insinúan sobre la problemática de la seguridad al comienzo de un nuevo ciclo electoral, no permiten ser optimistas respecto a una mejora sustantiva en este terreno. El horizonte que resulta más probable es una reiteración de lo que fuera la campaña hacia las elecciones nacionales del 2014, en aquel entonces fuertemente influenciadas por el plebiscito para reducir la edad de imputabilidad penal; y ahora previsiblemente signadas por los debates que generará la campaña que tiene como lema “vivir sin miedo”. En ambos casos, reformas orientadas a responder a la inseguridad mediante cambios a nivel de la legislación con la finalidad de reprimir más firmemente el delito.

Sin embargo, el análisis de algunos datos permite sostener que existen serios problemas en esferas que no son pasibles de una mejora sustantiva mediante el exclusivo expediente de cambios a la legislación penal procurando mayores sanciones para los infractores; ni con las modificaciones que se proponen realizar a nivel del despliegue policial; ni por la vía de la multiplicación de masivos operativos policiales en territorios ocupados por bandas armadas.

Contrariamente a lo que la opinión pública cree y la mayoría del sistema político asume como verdad, el principal desafío para enfrentar el actual estado de inseguridad proviene del reduccionista convencimiento que el problema nace con “la droga” y termina con la rapiña (o el homicidio). Sin cuestionarnos qué factores previos intervienen para que existan niveles tan importantes de consumo problemático de drogas entre los jóvenes, ni cuáles son las condiciones de posibilidad que alimentan el involucramiento de algunos de éstos en las miserables y cortas vidas que ofrece el narcomenudeo (realidad sustantivamente diferente al narcotráfico). Tampoco parece relevante profundizar sobre lo que hacemos como sociedad con aquellos que enfrentan una sanción penal luego de cometida la rapiña.

El recurso retórico de atribuir a “las drogas” el origen de todas las violencias delictivas y al narcomenudeo todas las perversidades territoriales, alimenta la idea que las únicas respuestas posibles son una combinación de despliegue policial con severidad legal. Esta configuración del problema, sin embargo, elude el impacto de procesos sociales más complejos y motivaciones individuales más profundas que subyacen en la adopción de la ilegalidad y la violencia como una opción válida de vida. En tanto no podamos comprender las razones, sentidos y procesos que impulsan a las personas a cometer determinados actos, no será posible identificar los mecanismos que permitan mejorar la situación.

En esta dirección, si observamos los datos disponibles sobre procesamientos judiciales y los niveles estimados de reincidencia delictiva, podemos concluir que una parte sustantiva del problema reside en el importante volumen de individuos dispuestos a involucrarse en actividades ilegales, así como la incapacidad de lograr su inserción social luego de estar privados de su libertad.

Los datos exponen una contundente y triste realidad: en el año 2016 -último año completo de vigencia del antiguo CPP- fueron procesadas 14.869 personas, de las cuales más de la mitad presentaban la condición de no contar con antecedentes delictivos (7.525). Si consideramos algunos delitos, los primarios procesados por hurto (1.648), los que lo fueron por rapiña (493) y por la causal de estupefacientes (724) suman 2.865. O sea, casi 3.000 personas sin antecedentes penales se vincularon por primera vez a la vida delictiva por delitos contra la propiedad o a la comercialización de drogas; y seguramente fueron privadas de su libertad. Si atendemos sus edades, en el tramo comprendido entre los 18 y 25 años fueron en ese año procesados más de 6.000 jóvenes. Si consideramos sólo los delitos contra la propiedad y drogas, el número ascendía a 3.580. En síntesis, cada año que pasa ingresan a la vida delictiva (al menos a su registro judicial y en su inmensa mayoría con la consecuente privación de libertad) un volumen superior a los 3.000 menores de 25 años.

Por otra parte, si consideramos las condiciones de vida y los territorios que habitan quienes alimentan estas tristes estadísticas, sin temor a equivocarnos podemos afirmar que provienen de los sectores sociales que mayores niveles de exclusión presentan. La asociación entre el universo de delincuentes privados de su libertad (que por supuesto no son todos aquellos que cometieron algún delito) con trayectorias vitales caracterizadas por la situación de pobreza y desafiliación,  resulta contundente para quienes analizan los datos disponibles y visiblemente manifiesta con apenas asistir a un centro de reclusión un día de visita de familiares.

Por otra parte, las promocionadas soluciones penales como el mecanismo idóneo para mejorar la seguridad, notoriamente dejaron de ser parte de la solución para convertirse en un nuevo problema. Hace tiempo ya que las funciones que dieron origen a la cárcel y alimentaron su expansión dejaron de funcionar: no representan un elemento significativo de disuasión del delito (temor a ir preso); ni  suponen la incapacitación del delincuente (mientras están presos no cometen delitos) y menos logran su finalidad de rehabilitar (mejorar las capacidades de las personas presas); obteniendo por el contrario una serie de efectos perversos como ser alimentar los ajustes de cuenta extracarcelarios, ser un elemento corruptor de funcionarios, insumir una ingente cantidad de recursos, trasladar la llamada “cultura carcelaria” a los barrios de donde proviene su clientela, etc..

En definitiva, mientras no se promuevan profundos, multidisciplinarios y pluriinstitucionales programas sociales de integración social y territorial que contemplen las condiciones de vida y falta de oportunidades  que afectan gravemente a los más jóvenes, seguiremos asistiendo impasibles  a la realidad que miles de ellos opten por involucrarse en actividades delictivas. Tampoco será posible reducir las violencias existentes si el corolario del pasaje por el sistema penitenciario significa profundizar la exclusión de origen de los privados de libertad, obteniendo como lógica consecuencia niveles de reincidencia cercanos al 70%.

Finalizo estas líneas adelantándome a las eventuales críticas: en una época donde se extienden los reproches a quienes se oponen a determinadas posturas de corte autoritario en virtud de padecer una supuesta deformación ideológica; concedo que, efectivamente, en las anteriores reflexiones si bien se sustentan en una indesmentible evidencia empírica, subyace una concepción del ser humano y de la vida social. En este sentido, representa un posicionamiento tan “ideológico” como el de aquellos que postulan que los problemas de inseguridad son de exclusiva responsabilidad de los más excluidos y promueven como único recurso disponible la expansión de la legislación penal para ubicar soluciones.

(*) Doctor en Sociología. Docente e Investigador Grado 5 de la UdelaR.