Por Luis Almagro (*) | @Almagro_OEA2015
Hoy existe nuevamente un desafío al exclusivo uso de la violencia por parte del Estado dentro de sus espacios territoriales, ello ha cambiado, especialmente en los países en desarrollo. Hoy, los niveles de violencia que encontramos han desatado nuevas formas de alteración, desestabilización y de aplicación de la ley, esto para referirnos en términos institucionales. En la dimensión estrictamente humana son otros los violadores de derechos humanos también; el sufrimiento, la angustia, la muerte, la tortura, surgen de variables organizadas de uso de la violencia contra las cuales el Estado tiene serias dificultades –en el mejor de los casos– para prevalecer dentro del subdesarrollo latinoamericano. Ergo, las violaciones de derechos humanos cometidas por estos grupos se suceden ininterrumpidamente generando dinámicas permanentes de alteración de la paz. Vivimos en la región más violenta del mundo, las muertes violentas eran casi el 40% del total mundial con solo el 8% de la población (sin guerras).
Es absolutamente necesario cambiar los criterios y la conceptualización de los derechos humanos desde la perspectiva única de la democracia y la gente, sin cambiar los principales principios rectores de su defensa.
Tampoco se deben reducir estándares en materia de protección y defensa de los derechos humanos, ello sería absolutamente inadmisible. Al contrario, se deben aumentar los mismos para la mejor protección de la gente.
Obviamente los individuos, los grupos, las minorías, deben ser protegidos de tal forma que les sean garantidos sus derechos y prevenir que se cometan contra ellos y ellas violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad. Conceptos como justicia, verdad, memoria, no repetición, nunca perderán vigencia y son absolutamente rectores de todas las acciones.
La ausencia del Estado para proteger los derechos de su población, estrictamente de su pueblo y permitir que el mismo sea sometido a la violencia y simplemente ser testigos de cómo son avasallados los derechos a la vida, a la integridad física, a la propiedad, a su libertad y seguridad por estos esquemas de uso de la fuerza constituye definitivamente una responsabilidad del propio Estado ausente.
Constituye una responsabilidad directa del Estado la inexistencia de mecanismos de defensa de los derechos humanos cuando los mismos son avasallados en estas lógicas de uso de la violencia.
Cuando el Estado no hace lo posible para proteger a su pueblo de estas lógicas de violencia y restablecer el orden público se transforma en parte sustancial del problema y debe ser visto como un componente esencial de la responsabilidad del Estado y la responsabilidad individual de sus autoridades y agentes.
Las consecuencias de no cumplir con su deber presentan de esta manera un alto nivel de responsabilidad y sus consecuencias son potencialmente más devastadoras para los derechos humanos de un país que las propias violaciones de derechos humanos que puede perpetrar un Estado. En primer lugar, porque están fuera de los parámetros de evaluación internacional de los derechos humanos y eso hace que los ciclos de impunidad sean completos, como pasa con asesinatos de periodistas y activistas.
En segundo lugar, porque tiene efectos directos sobre los niveles en que se corrompe el Estado y sus agentes, llegando en algunos casos a imponerse al Estado y en otros casos asegurándose la complicidad del mismo.
En el caso en que el Estado abandona a su población o a parte de su población reconociendo de hecho incapacidad o corrupción o complicidad en el actuar, implica a la vez el abandono por parte del Estado de su proyecto ético, pero, fundamentalmente, de sus competencias específicas de protección de la gente.
La prevalencia de formas criminales desde fuera del Estado rinde al pueblo indefenso ante esas condiciones impuestas y lo somete a condiciones de entrampamiento en un círculo vicioso de impunidad y respecto al cual paga todas las consecuencias.
El origen de este contexto de violencia sistémica puede tener una lógica de criminalidad de origen interno del Estado o de origen externo del Estado. En algunos casos el Estado puede ser completamente cooptado por su propia lógica criminal interna y en otras ocasiones puede ser cooptado por aquellos que han operado en un comienzo externamente al Estado. En ambos casos esa lógica criminal subsistirá en tanto subsisten esos intereses criminales a la que es funcional. Cuando el sistema queda completamente cooptado por la lógica criminal es imposible hacer valer ninguna garantía, no existen efectividades conducentes de gobierno y la vulnerabilidad del pueblo se hace absoluta en términos jurídicos, sociales y políticos.
Hemos visto en nuestro continente dinámicas criminales lógicas de acción sobre la política, en la cual subsisten los dos, a veces cuidando las formas (apariencias en realidad) y en otras rindiendo las apariencias, cuando esas variables criminosas empiezan a decidir los candidatos en procesos graduales a veces de cooptación financiera de la política pero que avanza hasta consolidar formas de violencia para decidir quiénes son candidatos o quiénes no, asesinado o forzando renuncias de candidatos.
La disfuncionalidad sistémica de la incapacidad de restaurar el orden público va transformando las democracias en semidemocracias y puede llegar incluso a instaurar formas dictatoriales, con la cooptación definitiva del Estado por las estructuras criminales.
Cuando la violencia desborda al Estado, ya sea la violencia criminal o la violencia de desestabilización política, ocurre que las dificultades de implementación de las competencias esenciales del Estado se diluyen y es para el mismo absolutamente imposible el ejercicio soberano de acciones de gobierno con efectividades conducentes. La democracia no puede funcionar sin orden público, la prevalencia del orden público no es un retroceso para el funcionamiento del sistema democrático, sino que por el contrario es como se asegura el mejor funcionamiento del mismo.
Es inadmisible por lo tanto que existan condiciones por las cuales el Estado pierda la legitimidad o la exclusividad del uso de la fuerza dentro de su territorio. Esa situación solo lleva a instalar dinámicas de violencias que no pueden ser controladas o contrarrestadas, teniendo un efecto destructivo en la protección de los derechos humanos.
Resulta inaceptable, por lo tanto, que ese uso de la fuerza y violencia no tenga consecuencias legales prácticas dentro del propio Estado pero que además casi no aparece en las prioridades de trabajo de las organizaciones y mecanismos internacionales de protección de los derechos humanos por no ser responsabilidad (directa) del Estado.
El orden público
Es un problema esencial en la justificación del Estado el hecho de preservar el orden público, la tarea esencial de otorgar seguridad a los ciudadanos es un derecho de orden público, que es inalienable y todos los esfuerzos deben contribuir en ese sentido.
El orden público se debe resolver en el marco del Estado de Derecho, pero ambos son conceptos que se sostienen el uno al otro. Por un lado, estos principios inalterables del Estado de Derecho son los que sostienen el sistema de garantías y la aplicación de las garantías en el marco institucional, pero por otro lado es imposible asegurar la vigencia de estos principios cuando colapsa o se erosiona el orden público. El concepto de establecer límites y hacer realidad las obligaciones forma parte de la única forma de establecer una sociedad en la que el bien común prevalece.
El orden público es un factor principal para asegurar la más plena vigencia del Estado de Derecho, no hay forma de poder alcanzar las más elementales conceptualizaciones de libertad si no existe una forma de asegurar al sistema social y al sistema político contra la arbitrariedad.
La libertad requiere afirmar la aplicación general de la legalidad y la más plena vigencia de las instituciones y paralelamente debe asegurarse el sentido de respeto de las propias obligaciones. Nuestra libertad depende esencialmente de que tengamos mecanismos para asegurarla, ello requiere del Estado establecer y hacer funcionar las condiciones sociales y políticas que hacen esos mecanismos creíbles y posibles.
El restablecimiento del orden público es un componente esencial para asegurar nuestras libertades.
Un Estado que no logra instrumentar su uso exclusivo de la fuerza contra la violencia, es un Estado que está fallando en su tarea fundamental de proteger el derecho a la vida de sus ciudadanos y su libertad. Nadie que viva en condiciones de violencia puede ser libre.
Es tan condenable el terrorismo de Estado como la omisión y el abandono del deber de protección de los derechos humanos.
Para el crimen internacional organizado, la corrupción y la inestabilidad que proveen los regímenes autoritarios o las democracias débiles, son condiciones óptimas para asegurar sus rutas y consolidarse con cada vez más fuerza.
Pero es en la escala de grises entre democracia y autoritarismo que se gesta el deterioro institucional. Es en los matices donde está el mayor de los peligros, el más contagioso. El cáncer de la corrupción en las democracias débiles es prácticamente incurable, porque contamina todas las células del gobierno y también de la sociedad y fortalece la actividad maligna del crimen organizado. El Estado cogobierna con la criminalidad y no instrumenta su responsabilidad de proteger la vida de su población civil porque es en el contexto de la inestabilidad y el caos, donde se generan las condiciones ideales para el crimen organizado y los corruptos.
Ya sabemos que los procesos electorales no garantizan la democracia, lo estamos viviendo en carne propia en la región. Cuando el equilibrio de poderes se descarrila y la voluntad del pueblo no gobierna, cuando se generan este tipo de lesiones en el tejido institucional, en los principios y en los valores democráticos, el que sufre es el pueblo. No solo por la violencia desencadenada sino además por la incertidumbre y la fragilidad de las soluciones provisorias.
La mejor cura es el fortalecimiento institucional, el fortalecimiento de la sociedad civil, el fortalecimiento del Estado, la protección del sistema de distribución de poderes y de contrapesos para el contralor mutuo, para combatir la corrupción y los abusos. En suma, el fortalecimiento de la democracia.
(*) Secretario general de la OEA.