La reforma educativa es un peligroso régimen de apariencias

Por Felipe Carballo (*) | @fcarballo711


A simple vista, la reforma educativa que propone el gobierno es fácilmente rechazable. Quienes tenemos hoy más de 40 años identificamos rápidamente el modelo educativo que impuso el Fondo Monetario Internacional (FMI) a la República Argentina a cambio de algún que otro préstamo no tan necesario durante el sumun del liberalismo económico en los años 90. 

Quienes no necesiten (o no puedan) remitirse a tantos años atrás pueden evidenciar rápidamente las semejanzas de este proyecto con el modelo de educación pública que llevó a los estudiantes chilenos a salir a las calles en 2011 en el emblemático “Movimiento Estudiantil”, que luego sería una de las chispas aún candentes que ayudó a encender el estallido social en 2019.
Paradójicamente, así como es fácilmente rechazable, se hace difícil para los actores de la educación, principalmente para docentes y estudiantes, identificar los cambios de los que se habla.
Se plantea, por ejemplo, que los años cursados en ciclo básico dejen de llamarse primero, segundo y tercero, para cambiarlos por séptimo, octavo y noveno; más no se plantea ningún cambio estructural para este tramo educativo. Así, séptimo, octavo y noveno serán dictados por los mismos profesores, en los mismos liceos, con los mismos programas y sin ningún tipo de coordinación entre primaria y secundaria. 

Durante su exposición respecto a la reforma, la compañera Celsa Puente citaba al monje católicó Enrique Kramer, que aseguraba que “nombrar es dominar”, y esta idea parece ser más que comprendida por el actual poder ejecutivo: cambiarle el nombre a cosas ya existentes, muchas hechas en los quince años de gobierno frenteamplista, y así apoderarse de ellas simulando ser ideadores de algo.
Puente expuso su postura y la de quienes militan y trabajan por la educación durante nuestro VI Encuentro Nacional de Compromiso Frenteamplista en una excelente ponencia dónde dejó en claro los daños que sufren en la actualidad todos los niveles educativos. Esto es, desde la pérdida de los primeros años de educación inicial, el desmantelamiento de los centros de formación docente, la pérdida de becas e internados (que afecta principalmente a los estudiantes del interior) hasta el grosero recorte al presupuesto de Udelar. 

Aún me resuena mucho el término que acuñó para referirse a las acciones del gobierno: régimen de apariencias. Si esto es simplemente una pantomima, una desesperada manera de fingir ocuparse de una de las áreas que más recortes, desatenciones y hasta bastardeos ha sufrido desde el inicio de este periodo, ¿a qué nos oponemos? Y si la reforma no cambia nada, ¿por qué habríamos de preocuparnos?
El deterioro de la educación pública en nuestro país ya es un hecho. No necesitaron de reformas para ignorar el aumento de la matrícula universitaria y las necesidades que esto acarrea, ni para perseguir a docentes sindicalizados, ni para negar abiertamente y en voz alta un segundo plato de comida a un escolar. La reforma no es el plan que la derecha tiene para la educación pública, siquiera es, ni será, el principal de los problemas a los que se seguirán enfrentando estudiantes, docentes, familiares y funcionarios pues ese plan ya está siendo llevado a cabo y con lamentable éxito. Este proyecto es nada más y nada menos que la forma de constatar en papel la visión respecto al rol del Estado frente a la formación de sus ciudadanos, es una victoria en lo programático de la visión mercantil y funcional al sistema que la derecha tiene sobre la educación pública.
La reforma educativa que busca imponer el gobierno actual -pues cuesta hablar de propuesta cuando todos los actores involucrados son dejados fuera del debate- es el claro reflejo de cómo ve la oligarquía a las personas de a pie y a la mismísima cultura: que los pobres estudien para trabajar de lo que haya, por el sueldo que sea, en lo que necesite el sistema. La idea de ciudadanos ilustrados queda relegada a aquellos cuyas familias puedan costear educación privada, o al menos dar soporte y contención en el trayecto educativo. El Estado se saca de encima la responsabilidad de dar una formación integral a los niños y jóvenes, la meritocracia y el falso relato del esfuerzo personal y el talento innato ganan terreno. La idea de que la escuela y el liceo sean pilares en la constitución de ciudadanos cultos, con libertad de pensamiento y con posibilidades de elección queda en el pasado.
Es una reforma ideológica. El abanico de opciones se cierra, la brecha entre pobres y ricos se agranda cuando el mismo Estado le recuerda al pobre que no puede elegir, que no puede soñar. Los sistemas de recompensa donde se categoriza a los estudiantes no tienen en cuenta las carencias o privilegios que quien se forma acarrea, generan más desigualdad y hacen más alto el costo de la misma. 

Siendo todas las respuestas negativas a los reclamos docentes justificadas con asuntos presupuestales les pregunto: ¿cuál es el costo en salud y seguridad que tiene un país que abandona la formación integral de sus ciudadanos?
Es, sin dudas, una reforma ideológica, porque este gobierno tiene una ideología. Porque el liberalismo de derecha es una ideología, así acusen de atentado a la laicidad a cualquier docente que busque plantar una semilla de duda en sus alumnos. Pero son solo clasistas y conservadores, ¿o también son vagos, son perezosos y no tienen el mínimo interés en modificar la educación desde un nuevo lugar? Mucho menos de hacerse cargo de la formación integral de los uruguayos, eso es mucho trabajo y requiere de la articulación de muchas partes, así como el debido presupuesto. De esa forma, entre desidia y falta de apego, el sistema de educación pública de nuestro país se debilita y desmantela diariamente mientras ellos se jactan de una farsa, de un régimen de apariencias, pero uno muy peligroso.

(*) Diputado del Frente Amplio.